Hace aproximadamente un año renuncié a un laburo en un Shopping. Este trabajo era realmente aburrido ya que consistía en estar todo el día sentada, levantándome únicamente para despachar cosas dulces; ni siquiera tenía que esforzarme en vender nada, ya que estas cosas suelen venderse solas. Así es que durante todo un año tuve que rebuscármelas para hacer de aquellas tediosas horas algo divertido, lo cual se dividía en leer algún libro, escribir alguna pavada en mi cuaderno (estas dos actividades me llevaron a tener hoy la espalda destrozada, ya que nunca tuve una silla como la gente en el laburo, por lo que tenía que doblarme parabólicamente para leer y escribir), y por último, observar el ir y venir de aquellos transeúntes a los que les resultaba atractivo “ir de shopping” (quienes eran extraterrestres ante mis ojos, ya que opino que no existe nada más aburrido que deambular sin rumbo por un lugar repleto de otros que están haciendo exactamente lo mismo). En fin. Lo a veces genial de observar a esta gente era que no faltaban los que me servían de inspiración. He visto cada loco, cada personaje, personas de todos los colores que se les puedan ocurrir. He presenciado peleas, chimentos, primeras salidas de adolescentes vergonzosos. Lo curioso era que estas personas no estaban ni enteradas de que yo estaba ahí abajo, casi escondida, siendo testigo de un momento de sus vidas. Bueno, los clientes sí me veían, pero éstos muy pocas veces se quedaban charlando conmigo, salvo aquellos que eran clientes regulares, quienes casi siempre compraban los dulces con culpa, sobretodo las mujeres: “y no me vendas más, eh? Mirá que estoy a dieta”. “Si lo vas a comer con culpa, ni te lo vendo!” era mi amenaza preferida.
Pero hubo un día en que me tocó presenciar desde mi stand algo realmente hermoso. Era noviembre, y en el Shopping ya habían armado el árbol de Navidad. Al lado del arbolito, alguien había tenido la maravillosa idea de colocar una pizarra con hojas para que la gente, nenes y nenas en especial, escribiesen allí sus deseos de Navidad. Aquél día me entretuvo muchísimo el entusiasmo con el que la gente en general y los niños en particular, reaccionaba ante la pizarra de deseos. Era una emoción súper contagiosa. Y de repente, entre el barullo de infantes dando forma a sus deseos, divisé a un nene que debe haber tenido unos 8 o 9 años, escribiendo algo que sin dudas lo diferenciaba del resto. Este nene había escrito: “deseo ser feliz por siempre”. Y yo, que soy de lágrima fácil, no pude evitar emocionarme ante un nene que en lugar de pedir una bici o un juguete, pedía lo que nosotros empezamos a pedir para Navidad a partir de que nos convertimos en adultos.
- “¿Sos feliz?” - me preguntaste.
¿Tenés que estar en todo lo que escribo?
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Hace 5 años