domingo, 20 de febrero de 2011

Capricho literario

Se supone que si uno está en el trabajo, trabaja.

Pues no es mi caso, o no lo es la mayor parte del tiempo que paso acá. Y ya estoy aburrida, me aburro muy fácil a veces. Mientras vuelvo loca a la gente con mi lapicera que golpea con todo lo que tengo a mano, pienso… y soy conciente de lo poderosamente pesada que me vuelvo cuando estoy aburrida.

Afuera llueve apocalípticamente (o al menos así parece desde donde estoy yo), y la gente en estas circunstancias decide quedarse en su casa en lugar de venir a comprarme algo; y las personas que ya estaban acá no se pueden ir por la lluvia… pero los que están acá no me sirven porque son todos los que antes no me compraron nada.

Así fue que decidí ponerme a escribir. Pero tuve mi primer obstáculo: ¿dónde escribo? Tengo que buscar un papel que no sirva… papel que no sirva…mmm… ni siquiera tengo alguno que sí sirva para volverlo inservible… mis ganas de escribir se potencian frente a mi absurdo obstáculo y entonces decido comprarme a mi misma un alfajor.
Listo, me compré mi alfajor e hice caso al cartel que en algunos lugares dice “¡Alto! No se vaya sin su factura.” Fecha: 6 de Marzo 2007; cantidad 1; descripción Alfajor bañado en chocolate; total: $1,40. Arranco mi factura del facturero y comienzo a escribir al dorso de la misma. Una vez solucionado mi primer obstáculo, aparece rápidamente el segundo. Carajo ¿es q no puedo escribir tranquila? Aunque este resulta ser un poco más poderoso que el primero… y la pregunta es ¿y ahora sobre qué/quién escribo? Podría terminar de ocupar el poco espacio en blanco (y de oro) que queda del dorso de mi factura de compra expresando mis más sinceras felicitaciones a alguien que acaba de enviarme el siguiente sms: “Aprobé el escrito! Mañana oral 8:30 no caigo!” pero lo interesante quedaría flotando fuera de este papel, aún cuando ya estoy haciendo mi letra muy chiquita y cada renglón se inclina cada vez más hacia arriba.

Pero la cuestión es que ya no puedo hacer más nada, sólo queda espacio para quedarme con una duda que supongo me va a entretener lo que queda de la tarde: No tengo idea sobre qué/quién quería escribir.

miércoles, 16 de febrero de 2011

La primera vez que voté

El escrito que sigue a continuación relata aquello que me sucedió la primera vez que voté. Lejos de sentirme orgullosa de esta anécdota, sólo tengo cara para decir:
“Carajo. Qué difícil es ser yo”.

Ha sucedido algo importante: hubo elecciones. Pero ese no va a ser el eje central de esto que escribo; lo trascendente de la cuestión es que ¡yo voté! Así es, mi primer voto obligatorio aunque para nada secreto ya es una realidad.
Me fui decidida hasta el cuello a votar en blanco, ansiosa por descubrir los misterios del cuarto oscuro e intrigada por saber si la presidenta de mesa pronunciaría bien mi apellido al nombrarme. Digo esto último ya que “Zarazaga” suele provocar interesantes muecas, tartamudeos y confusión por parte de aquél que lo lee por primera vez. Guardo en mi memoria una extensa lista de profesores del secundario a los que pronunciar en forma correcta mi apellido les resultaba casi imposible. Lo primero que decían era Zaragoza, después intentaban adivinar con un Zaragaza, y hasta hubo una vez en la que a alguien se le escapó un Zarlanga. Entenderán ahora mi intriga de más arriba; moría por ver a cuánta imaginación recurriría mi presidenta de mesa al leer mi apellido.
Ingresé al colegio y me encontré con el caos que más detesto: colas y colas de gente hablando a los gritos sin escucharse los unos a los otros. Entré en pánico y frené a la única persona que parecía de este mundo en aquel infierno de locos. Le dije: “soy nueva en esto, es la primera vez que voto y no entiendo nada de nada”. La mujer me regaló su mejor mirada de lástima al principio y de ternura más tarde, y me preguntó cuál era mi apellido - “Zarazaga, con zeta” – contesté. Sonrió enérgica y me preguntó lo que me preguntan siempre en estos casos - ¡Ay! ¿qué sos de Jorge? – . – Ni idea – respondí. -¿Quién es tu papá? – insistió, - Gustavo – repliqué ya con cara de le pongamos fin al tema apellidos y decime a dónde tengo que ir. Como adivinando mi pensamiento, la señora me dijo que me dirigiera a la mesa 1094, al final de todo el pasillo del último patio. “Final” y “último” son palabras a las que estamos acostumbrados los Zarazaga, pero igual no puedo quitarme el hábito de maldecir la situación. Fui al patio indicado y, en efecto, al último de todo estaba mi mesa. Maldije de nuevo mi suerte y me dispuse a esperar con la mejor cara que tenía. Mis inútiles esfuerzos por ponerle una sonrisa al trámite más aburrido del mundo se esfumaron al ver que hacía 20 minutos que había llegado y la cola no había avanzado en absoluto. No obstante, hubo un espectáculo que me entretuvo en ese tiempo de exasperante espera. Una señora de por lo menos 50 años, vestida como una de 20, llegó al lugar con sus gafas de sol del tamaño enorme de su ego; se acercó a la mesa 1093 y gritó glamorosa:- “Yo no voy a hacer la cola” - . La miramos todas creyendo que se trataba de una joda. La presidenta de mesa le preguntó casi riendo por qué no haría la cola, a lo que la diva respondió: - “porque es muy lento todo. Yo me siento acá – dijo acercando una silla al lugar donde estaba la presidenta - y ustedes me avisan cuando pueda entrar” -. Menos mal que esto no ocurrió en mi mesa porque juro que esa misma tarde salía en los diarios. Lo peor de todo es que este personaje efectivamente no sólo no hizo la cola y le cedieron el turno, sino que además entró, votó y una vez que salió se volvió a sentar.
Luego de semejante circo mi humor había mejorado, pero la velocidad en que la cola avanzaba amenazaba con hacerme gruñir de nuevo. Entonces ocurrió. Una mujer de mi mesa, muy considerada ella, se encerró 30 minutos en el cuarto oscuro. Juro que me pregunté qué tan divertido podía llegar a ser el famoso cuarto como para quedarse media hora adentro. Las demás y yo en la cola, ya violetas de la bronca, protestamos por la demora de esta turra. Entonces la presidenta de mesa se levantó y le golpeó la puerta a la señora, y ésta, como si nada, rompió el silencio diciendo del otro lado “¿si?”. Me indigné. Ya me quería ir, ya me importaba un carajo si el cuarto era realmente oscuro o si sólo era una forma de decir. La mujer demoró 10 minutos más y salió con cara de heroína. Le dediqué mi mirada más violenta y dije en voz accidentalmente alta algo que no creo conveniente transcribir acá. Una anciana que estaba adelante mío se volvió para mirarme, y yo estaba segura que se venía un “la boca, nena”, pero lo único que hizo fue aprobar mi insulto asintiendo con la cabeza.
Minutos después de que la simpática mujer saliera, entraron las de la mesa a revisar todo y demoraron otros 10 minutos más.
Todavía había 3 personas delante mío y yo no había ni almorzado. Mi humor sufrió nuevamente una mutación negativa.
Por fin llegó mi turno y pronunciaron bien mi apellido, pero no había tiempo para felicitar a la presidenta de mesa por semejante logro.
Triunfante ingresé al cuarto y se me quemaron los papeles en el acto: demasiadas caras y nombres en el gran abanico de bancos frente a mí, diferían a lo que había sido previamente en mi imaginación, lo que me llevó a hacer algo insólito: comencé a buscar la boleta en blanco. Sí, quise votar en blanco con una boleta blanca que no existe. En pleno delirio, creí que se habían acabado y que podría llegar a tratarse de una estrategia para que uno votara sí o sí. Me aturdí por completo, no podía demorarme porque si lo hacía, las leonas de afuera me comían viva. Así fue que agarré la cara del primer funcionario que encontré y metí toda la boleta arrugada dentro del sobre.
Salí furiosa por no haber podido votar en blanco y cometí el error de comentar a mi familia y amigos mi travesía de principiante en el cuarto oscuro.
Es por eso que exijo se coloquen boletas blancas en los cuartos oscuros para que los principiantes no sufran lo que yo, ya que nunca se sabe qué puede pasar por la mente de una persona que vota por primera vez, en estas circunstancias o en cualquier otra, he dicho.