viernes, 12 de febrero de 2010

¿Y qué se sueña a la siesta?

Coincido con Isabel Allende en que no existe nada más aburrido que escuchar los sueños ajenos. Y es que claro, uno mientras los cuenta tiende a reproducirlos nuevamente en la imaginación (lo cual provoca el doble de euforia) y tiene la certeza absoluta de que le fue conferido el poder de instalar al pobre oyente en ese mundo delirante, aquel en el que se desarrolló el sueño en cuestión. Pues nos enteremos de una vez de que esto no es así. Es terriblemente aburrido escuchar los sueños de los demás.
Probablemente lo que sigue a continuación les resulte tortuosamente aburrido, pero para eso existe el libre albedrío. Son libres de continuar leyendo mi mundo favorito (el de los sueños, claro) o de seguir con lo que sea que estaban haciendo. Saben que no me ofendo.
En esta categoría voy a relatar aquellos sueños que sean recurrentes o que me hayan dejado obsesionada. Mis sueños no son normales, de esto me di cuenta hace tiempo. Es por ello que cuando me levanto anoto en un papel las palabras clave para después escribir en un cuaderno el sueño completo así no olvido ningún detalle, ya que muchas veces me dan ideas para escribir historias.
Bien. Cada vez que decido contar uno de mis sueños cinematográficos intento posicionarme en el lugar del espectador, porque de otra forma todo esto no tiene sentido ni gracia ni nada. La pregunta que siempre me hago es ¿y qué les importa a los demás lo que yo haya soñado? Y la respuesta también es la misma cada vez: un carajo. Sin embargo acá estoy, con una introducción innecesaria que intenta demorar mi salto en paracaídas hacia la paciencia de todos ustedes. Pasemos entonces a mi sueño de la aldea (escenario que se repite una y otra vez en mis sueños). A continuación transcribo textualmente lo que está escrito en mi cuaderno de los sueños.

"En la aldea es día de feria. Una gran cantidad de personas adornan el verde paisaje con sus puestitos artesanales, ofreciendo diversas curiosidades a los aldeanos que paseamos con gestos de asombro.
El tiempo histórico debe ser aquel en el que todavía no existían las ciudades ni los jeans, ya que todos nos conocemos y además vestimos raro.
Yo estoy mirando con alucinación un reloj de pared de tela verde con dibujos de tortugas rojas expuesto en el puesto de una dama negra muy simpática, quien se encuentra felicitando a un señor que se le acaba de acercar para contarle a los gritos que ha heredado una gran suma de dinero. Este señor trae su fortuna en las manos para que la gente le crea. A los pocos minutos, se acercan al puesto dos hombres que me generan desconfianza, y comienza a desesperarme la absoluta seguridad de que van a robarle el dinero al hombrecito. Así es que resuelvo arrebatarle a éste el manojo de billetes con la intención de salvarlo de un asalto inminente, y una vez que lo hago salgo corriendo heroica. Mi comportamiento despierta más preguntas que aplausos, y yo no hago más que aclarar que no me estaba robando nada, sino que estaba evitando que el señor sea asaltado. Pero nadie parece creerme, por lo que deciden someterme a juicio allí mismo. Retiran los puestos de la feria y me ubican en el centro del campo frente a unas treinta personas sentadas en sus sillas para juzgarme; entre ellas puedo divisar el rostro serio y frío de un hombre que conozco y lo odio por estar ahí.
Finalmente me sentencian a no sé muy bien qué, pero al parecer se trata de algo muy injusto ya que yo me rehúso a cumplir mi condena alegando con todas mis fuerzas que yo sólo intenté proteger al maldito señor. Al pronunciar esas palabras, todos comienzan a mirarme sorprendidos por haber puesto en duda la sentencia del jurado e inmediatamente después abandonan sus asientos y empiezan a correr asustados hacia sus respectivas casas. Puedo verme a mí misma observando el accionar de los aldeanos sin comprender su alteración, y al mismo tiempo comienzan a sonar campanadas fúnebres. Luego de unos segundos de plena confusión, logro recordar todo. En la aldea, las campanadas significan el tiempo de vida que le queda a un acusado luego de discutir con un jurado. La edad de esta persona determina la cantidad de campanadas que sonarán en total, y el acusado debe estar fuera de la aldea para siempre antes del último campanazo, ya que de lo contrario sucede algo muy malo (no pude alcanzar a saber qué).
Al recordar ésta política, comienzo a correr desaforada y totalmente ajena a la cantidad de campanazos que me quedan. Mis piernas quedan paralizadas (sí, yo también esperaba algo más original de mi inconciente) y entonces me dejo caer rendida a una muerte segura. Al sentir que voy a morir, comienzo a mirar para los costados y escucho “la voz de la naturaleza” (sí, sí) diciéndome que me levante así me puede ayudar. Así lo hice y se desató un viento furioso, seguido por un mar violento que se formó exclusivamente para que yo nade rápido hasta el próximo pueblo. Estoy nadando, por fortuna nado muy bien, aunque me sigue faltando mucho para salir de la aldea. De repente pasa por mi lado el mismo hombre que descubrí en el juicio, quien tiene el poder de caminar sobre el agua. Histérica y asombrada le pido por favor que me ayude, pero él sólo alcanza a mirarme de reojo para decirme de mala gana: despertate.
Obediente como soy, me desperté. Permanecí nerviosa durante un par de minutos, y lo único que me llamaba fuertemente la atención era la participación de este hombrecito en mi sueño, la cual puedo resumir diciendo que sólo apareció para juzgarme al principio y para abandonarme al final. Y es que a veces mi inconciente confunde los sueños con la realidad."

¡Perdón si quedó largo! ¿El título? Ni idea, empecé así el escrito y ahí quedó. Mis disculpas por haber pecado de Infobae.

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