sábado, 20 de febrero de 2010

Ramona escribe (2da parte)

Carajo. Cada vez que decido continuar con esta carta a no sé quién (que de hecho estoy comenzando a creer que algún día alguien se llamará así y mi carta finalmente tendrá destinatario) el pesado de Osvaldo, a quién todavía no se le ha cumplido el deseo, intenta visitarme, aún con el cartel que puse en la puerta que discrimina a la gente negativa (idea de Tita). El primer intento que implementamos para evitar los monólogos de Osvaldo fue el de colocar una nota en el timbre que decía “no funciona”, pero este ser desgastante tomó como medida eficaz llamarme por teléfono antes de visitarme, para que yo esté atenta a su llegada y pueda abrirle la puerta. Al ver que esto no estaba funcionando, comenzamos con Tita el rumor de que yo había quedado sorda, y esto pareció ser lo que me estaba faltando porque Osvaldo se compadeció tanto con mi “condición” que no paró de gritar que ya estamos viejos. He aquí los resultados: estoy sin teléfono, ya nadie me visita porque creen que estoy sorda y mi puerta le anuncia al mundo que no tengo paciencia con la gente. Y todo por Osvaldo. Creo que hubo una sola vez en que vino a mi casa de buen humor. Fue el día en que todos volvimos a la normalidad luego de duras y extensas jornadas de anormalidad a causa de la tormenta más catastrófica que sufrió nuestra ciudad. Sus consecuencias fueron desastrosas, y estuvimos al borde de la depresión colectiva. No habían desaparecido nuestras casas, tampoco nuestros vehículos, sino que, según lo anunciaban en primera plana del diario “Primera Plana”, el cuadro era aún más alarmante: “La ciudad se quedó sin palabras”, decían.
No sabíamos dónde estaban. Los poetas, que culpaban neciamente al loro Bartolo que pobrecito era tartamudo, querían abandonar la ciudad. Imaginen lo desolador que hubiera sido este lugar sin ellos.
Yo, en un primer momento, reaccioné con incredulidad. Me costaba trabajo creer que no había más palabras mientras que las personas que estaban a mi alrededor seguían usándolas en conjuntos de diez a quince por cada frase de lamento frente a la terrible situación. Así fue que decidí exponer mi postura incrédula para disminuir el pánico de los exagerados; pero en lugar de conseguirlo alguien me aclaró que quedaban unas pocas a causa de los prolongados silencios que se generaban en los fríos inviernos de la ciudad. Y ahí fue cuando exploté en ira, ya que la gente con sus quejas estaba desperdiciando las últimas palabras que nos quedaban.
Debo admitir que esta desgracia tuvo su costado bueno: Osvaldo estaba tan horrorizado que quedó anonadado y mudo hasta el día en que todo se solucionó.
Recuerdo que nuestra carta al presidente no resolvió el problema; pero por suerte las ciudades vecinas colaboraron bastante, sobretodo la ciudad de Bla Bla que según nos informaron estaba habitada de gente muy callada y que, indudablemente, tenía una buena reserva de palabras para esta clase de emergencias.
Otra misteriosa desaparición a causa de la tormenta fue la de los boomerangs. Se comenta que sufrieron una crisis existencial por su destino nómade, sentenciados a pertenecer y no, condenados a ese “ir y venir del carajo” que bien describe Gabo, el jardinero de Tita. Lo que no se sabe aún es si los boomerangs han escogido ir o volver. Porque así como se van, así también están volviendo. Nunca lo supimos.
La crisis de las palabras ya llevaba exactamente 78 horas de existencia, cuando Osvaldo entró a mi casa sin golpear, gritando que lo acompañara a la plaza porque había ocurrido el milagro más emocionante de la historia de la ciudad. El primero en enterarse fue el loro Bartolo, y demoró treinta y dos minutos en avisarnos que ya todo había terminado. Impávidos por la misteriosa solución que no terminábamos de conocer, le preguntamos al loro dónde encontrar información oficial del final del desastre, pero Bartolo estaba exhausto después del informe y sólo alcanzó a señalarnos con su pico sudado la casa más antigua de la ciudad. Allí nos dirigimos todos, eufóricos e intrigados, y caímos en la cuenta de que el milagro tenía nombres, y eran Simona y Joaquín, la única pareja compuesta por las dos personas verdaderamente viejitas de la ciudad. Incrédulos, los miramos tratando de hallar alguna pista reflejada en el rostro arrugado de los centenarios cuerpos que teníamos en frente, y con un gesto de extraña lucidez comenzaron a destapar el velo de la intriga colectiva que nos mantenía temblando de desconcierto y emoción en la puerta de su casa.
Ella, con sus 154 años, nos reveló que, sin darse cuenta, ahorraron palabras durante ciento dos años de su vida. Nosotros, atónitos, les preguntamos cómo fue posible que hicieran tal cosa sin saber que lo estaban haciendo. Ellos, sabios y viejos ancianos, nos respondieron con el más puro y último suspiro de sus vidas: “Porque nos amamos tanto que las palabras siempre sobraron.” Y yo, con una mano tapando mi boca que intentaba en realidad tapar mi conmoción, miré al hombre que tenía a mi lado y sin pensarlo dos veces le dije: - A ver Osvaldo si aprendes algo de esa revelación ¿no? -.

2 comentarios:

Agos dijo...

Las historias de Felipe y Ramona están en mi top 5.

Unknown dijo...

Pobre Osvaldo... seguro que no se da cuenta de su negatividad. A Ramona la visita porque la quiere, sino, que empeño tendría en verla a ella pudiendo ir con otro que lo oiga sin escuchar?
Además... yo voy a terminar como él, así que... más respeto che!!